Mi verdadera historia


Muchas personas me preguntan cómo he hecho para no caer enfermo y para no rendirme. Les he dicho la verdad: que he estado enfermo, porque he sufrido un cáncer, algunos piensan que provocado por la somatización de la injusticia que estoy sufriendo desde hace tanto tiempo. Creo que si no he caído en una depresión irreversible ha sido gracias a las personas que me quieren, a su cercanía y su afecto. Me duele especialmente el sufrimiento causado a mi familia.

Desde 2010 he afrontado un proceso administrativo del Departamento de Educación del Gobierno Vasco, una investigación del fiscal superior del País Vasco y uno penal que comenzó en Getxo, siguió en Bilbao y terminó en el Supremo de Madrid. Desde el primer momento fui condenado en el juicio mediático sin pruebas: siempre se ha tratado de la palabra de Juan Cuatrecasas contra la mía. Por desgracia, en estos casos parece que se invierte la carga de la prueba y eres tú quien tienes que demostrar tu inocencia. 

Juan Cuatrecasas tuvo mala salud desde pequeño. No lo digo yo sino el historial médico que desde el principio consta en la instrucción y que, después del juicio de Bilbao en 2018, que fue público, es conocido. En los cursos de primaria faltaba con frecuencia a clase por malestar general, dolores de cabeza, vómitos o tensión muscular. Su pediatra le recomendó tomar ansiolíticos con 10 años. Yo todavía no le conocía.

Fui tutor de Juan entre 2008 y 2010. Ese último año dejó Gaztelueta. Recuerdo que, cuando empecé a darle clase, faltó el primer día. Sus ausencias se repitieron en muchas ocasiones durante ese primer trimestre, hasta que el 1de diciembre le operaron de apendicitis. Al enterarme de que estaba en el Hospital de Cruces ingresado, organicé una visita acompañado de dos compañeros suyos. Creo que tanto él como la familia agradecieron el gesto y ahí comenzó lo que yo creía una relación cordial. De hecho, me invitaron a comer a su casa un par de veces.

Juan no suspendía, pero tampoco estaba entre los mejores estudiantes, como demandaban sus padres. Al terminar 2.º de ESO comunicaron que lo cambiaban de colegio porque deseaban reforzar su nivel de inglés. Durante los dos años en que fui su tutor, me esforcé en ayudar a Juan para que mejorara sus resultados. Esa dedicación la tuve también con los demás estudiantes, como han confirmado ellos, sus familias y mis compañeros profesores. Por esa dedicación desinteresada conservo el respeto y el agradecimiento de muchos alumnos y sus padres. Además, las personas que me han conocido y me han visto trabajar nunca se han creído las acusaciones.

Mis conversaciones con Juan y con los demás alumnos tenían lugar en un despacho situado entre varias aulas. Era un sitio muy transitado, donde se guardaban balones, el botiquín y objetos típicos para dar clase. Cerrábamos la puerta porque el ruido podía ser molesto, pero nunca con llave o pestillo. Me ha parecido increíble comprobar cómo ese despacho se convirtió en una especie de sala de torturas para los que, sin conocerlo, declararon en el juicio de Bilbao. En cambio, quienes habían estado allí, incluido el inspector del Gobierno Vasco, tenían muy claro y así lo declararon en la Audiencia, que ahí no podían haber tenido lugar los actos lamentables de los que se me acusó, porque era un lugar totalmente expuesto.

LAS PRIMERAS ACUSACIONES

Juan dejó Gaztelueta en 2010. Según un amigo suyo, no quiso irse del colegio: lo decidieron sus padres. De hecho, llegó a un nuevo centro y no le fue bien. Necesitó asistencia de los orientadores y se volvió a manifestar la misma ansiedad que en 1.º de ESO y en otros cursos. En junio de 2011 los padres de Juan acudieron a Gaztelueta para denunciar el acoso informático y otro previo, personal, durante los cursos 2008-2010, del cual, según manifestaron al subdirector del colegio, Imanol Goyarrola, creían que yo era el organizador. Hubo ocho acusados por la familia y la Fiscalía de Menores imputó a dos. También se puso todo en conocimiento del Departamento de Educación.

El hecho es que la Fiscalía y el juez zanjaron la denuncia con una reparación de los perpetradores: una redacción sobre el acoso. Sobre mí no dijeron nada. Los padres no aceptaron un encuentro de conciliación con los acusados ni una carta de disculpas de estos. Esa fue la primera acusación. Desde entonces las imputaciones que me han hecho han sido cada vez más graves.

Después de denunciar el acoso en Gaztelueta, la salud de Juan empeoró. A partir de entonces las acusaciones contra mí fueron subiendo y subiendo, hasta que en 2015 me acusaron de “inducirle a la autosodomización”. Sólo escribir esa palabra me da náuseas. En todo caso, la “bola de nieve” inventada creció hasta ese extremo.

EL ENTORNO FAMILIAR

Cuando fui acusado por la familia, desde el colegio hablaron conmigo formalmente para advertirme de la seriedad de la situación; yo defendí en 2011 lo que defiendo en 2023: que soy inocente. Me ofrecí a hablar con la familia para explicar mi versión, pero en la dirección del colegio me indicaron que no deseaban hablar conmigo. Esa fue la época de la que ahora dicen que si hubiéramos mostrado más cercanía todo lo demás no habría sido necesario. Es la misma época en la que, según ha explicado el colegio en algún momento del proceso, la familia grababa las conversaciones con el subdirector de Gaztelueta sin su conocimiento. Si alguien rompió la comunicación, esos fueron los padres de Juan. Es indignante que ahora digan lo contrario.

El matrimonio Cuatrecasas ha dicho sobre mí auténticas barbaridades: sobre todo, me ha deshumanizado al decir que he cometido todo lo que me atribuyen y que no tengo ni remordimiento ni vergüenza por no pedir perdón. No puedo pedir perdón porque mi inocencia no es negociable. Antes me llamaba la atención que ni se planteasen que podían estar equivocados. Ahora, ya no me sorprendo: su discurso se ha convertido en un modo de vida.

Los padres de Juan hablaron con él muchas veces sobre lo ocurrido, según sus propias declaraciones ante el juez de Bilbao. En esas conversaciones aseguran que fueron apareciendo los detalles que llevaron a mi condena.

En esos años, dos personas influyeron de manera particular en la familia Cuatrecasas: la abogada Leticia de la Hoz y el psiquiatra Iñaki Viar. Leticia de la Hoz, según ella misma afirmó en una entrevista en La Nueva España el 6 de octubre de 2015, fue la que tuvo la idea de instrumentalizar al Papa para sus intereses en el caso: “Nos pareció que una carta al Papa podía ser un buen medio de denuncia”. Iñaki Viar, condenado en 1970 a veinte años de cárcel por pertenecer a ETA y colaborar en la colocación de una bomba sin víctimas, fue clave en el juicio de la Audiencia de Bilbao. Había tratado a Juan como médico y amigo de la familia y, a lo largo de varias sesiones, había podido conocer todo lo ocurrido. Ahí estaba yo, oyendo cómo una especie de gurú había logrado sacar “la verdad”. Pero, en realidad, nadie nunca ha aportado pruebas, sencillamente porque no las hay.

Llevo doce años haciéndome la pregunta de por qué me acusa Juan de unos hechos que no he cometido. Lo que afirma sólo sucedió en su cabeza. Me parece que esta desgracia no se debe a una sola causa. Por un lado, están sus problemas de salud; por otra parte, el bullying que le hicieron sus antiguos compañeros. Yo añadiría que los interrogatorios insistentes de unos y otros y la necesidad de encontrar una justificación a su fracaso académico y personal también le han hecho daño. El propio Juan ha afirmado públicamente que ha estado muy mal, que incluso ha tenido alucinaciones (Diario Vasco, 5/10/2018); y su padre explicó también en una entrevista en Radio Euskadi en enero de 2013 que no contó las cosas de un día para otro, sino que su mujer estuvo durante meses “tirando del hilo”. En cualquier caso, lo que puedo jurar es que yo soy inocente de lo que se me acusa.

EL TRIBUNAL SUPREMO CORRIGIÓ A LA AUDIENCIA PROVINCIAL

Pasé seis días -entre el 4 y el 11 octubre de 2018- en la primera fila de una sala de la Audiencia de Bilbao. El juez Alfonso González Guija, presidente del tribunal, me declaró culpable. Yo hasta entonces confiaba en la justicia. Pensaba que nadie puede ser condenado sin pruebas.Y que, en mi caso, no había pruebas, porque no había delito. Pero estaba equivocado. Hay periodistas que no dicen la verdad. Hay políticos que no buscan el bien común. Hay profesores que no se preparan bien sus clases. Y hay jueces que condenan sin pruebas.

González Guija inició el juicio después de que yo hubiese sido condenado por la opinión pública. Una sentencia condenatoria sería muy bien recibida en los medios de comunicación. La absolución sería impopular. Se supone que un juez debe ser inmune a esas presiones.

Entre otros argumentos peregrinos, el tribunal consideró que, si los profesores y alumnos del colegio avalaban unánimemente mi inocencia, esa coincidencia mostraba que se habían puesto de acuerdo antes de acudir al juicio. Ciertamente, varios informes psicológicos indicaban que el relato de Juan Cuatrecasas era verosímil. Quizás él crea que aquello ocurrió, pero en todo caso sólo ocurrió en su cabeza. Tal vez esa versión de los hechos haya pasado a formar parte de “su verdad”. Juan sufrió un shock post-traumático. Eso quedó claro en el juicio de Bilbao. Lo que no quedó claro fue el motivo.

González Guija y los otros dos jueces me condenaron a once años de prisión, algo que superó lo que reclamaba la parte denunciante. El tribunal hizo lo fácil: ante la complejidad del caso, en vez de absolver por falta de pruebas, me condenaron y, además, con una pena ejemplar.

Alegué al Supremo. Durante casi dos años tuve que presentarme semanalmente en el juzgado para dar señales de vida y firmar un certificado. En esa época intenté convertir en rutina algo que odiaba y que me parecía propio de delincuentes. En septiembre de 2020, el Tribunal Supremo dejó mi condena en dos años, por lo que no tuve que ingresar en prisión. Ese día lo recuerdo como especialmente agridulce. Por un lado, evité la cárcel pero, por otro, se me seguía declarando culpable de unos actos que no he cometido. Esa sensación, mezcla de alivio e impotencia, me acompaña todavía hoy. Según me explicó mi abogado y he oído a otros juristas, el Supremo rechazó las acusaciones más graves, entre otros motivos porque el razonamiento de la Audiencia de Bilbao vulneraba la presunción de inocencia. También me explicaron que el Supremo no entró a valorar la prueba que realizó la audiencia vizcaína en los hechos menos graves. En el fondo, lo que pienso es que no quisieron desautorizar completamente al tribunal de Bilbao.

Recurrí también al Constitucional, sabiendo que tenía pocas posibilidades de que mi caso fuera admitido a trámite. Pero no quería dejar de poner ningún medio para intentar defender mi inocencia. Fue “inadmitido”.

LAS INVESTIGACIONES ECLESIÁSTICAS

En enero de 2015, desde el Vaticano enviaron al sacerdote Silverio Nieto para que investigase la denuncia. En todo momento colaboré en lo que me solicitaron porque confiaba –como así fue– en que podría aclarar la falsedad de la denuncia. Nieto fue presentado por Religión Digital –la web que ha actuado como portavoz de la familia–, como el gran azote contra la pederastia eclesiástica en España. Era una persona implacable y de notable experiencia en estas situaciones. Ese diario digital escribió el 14 de octubre de 2015: “Silverio Nieto les sometió a un exhaustivo interrogatorio sobre el caso. Tanto al padre como al chaval. Un interrogatorio de dos horas y media. A fondo y sin piedad. Silverio preguntaba y Rafael Felipe [el notario] tomaba notas en su ordenador”. Al principio, la familia se quejó del excesivo rigor de las conversaciones con Nieto, según escribió Religión Digital. Luego, tras conocer su veredicto, afirmaron que el proceso había sido informal y muy poco consistente. Silverio Nieto cometió un “grave error”: concluyó que yo era inocente. A partir de ese momento se convirtió en un encubridor, un irresponsable y un corrupto.

El pasado mes de septiembre, a través de un responsable del Opus Dei, recibí la noticia de que la Santa Sede había ordenado un proceso canónico para “depurar responsabilidades y ayudar a sanar heridas producidas”. Antes de que me llegara ninguna notificación oficial ni a mí ni a mis abogados, se publicó en los medios. La noticia es ya una sentencia de culpabilidad. El Papa ha escrito cartas a Juan –que su entorno ha filtrado a la prensa y se han publicado– en las que le dice que puede estar tranquilo, que va a comenzar una investigación, pero que no se preocupe, que él va a nombrar al tribunal, presidido por José Antonio Satué, obispo de Teruel, y que le mantendrá al corriente de los avances.

Al parecer, en el nuevo proceso me quieren aplicar una normativa eclesiástica aprobada con posterioridad a los supuestos hechos. Mis abogados han indicado al obispo de Teruel que el principio de retroactividad de la ley va en contra de los derechos humanos. También han señalado otras irregularidades jurídicas: por ejemplo, que la Iglesia aplique la legislación eclesiástica a un laico, que el Papa -que nombra al tribunal- reciba a una de las partes y no a la otra, o que yo me entere de sus decisiones por los medios. De hecho, hace una semana Religión Digital publicó que el Papa no me recibiría, a pesar de una petición que le envié por carta hace unos meses: yo hasta entonces no lo sabía. Satué ha indicado a mis abogados que el Papa es juez y legislador universal y que puede tomar las decisiones que quiera. Me parece que el Papa está muy mal asesorado y, hasta donde sé, tras hablar mis abogados con bastantes expertos, hay motivos para llevar este asunto antes los tribunales civiles y penales españoles e internacionales.

Estoy machacado por tanto atropello. He tenido que cambiar de trabajo y olvidar mi pasión de siempre: la educación. Me han destrozado la vida. Fui condenado injustamente y cumplí mi condena. Ahora, me gustaría que me dejaran en paz y que se haga justicia. Si para eso hay que ir a Roma o Estrasburgo, estoy dispuesto.

UN POCO DE BALANCE

Es bien conocido que los pederastas son depredadores insaciables. Cuando descubren a uno porque una víctima rompe su silencio enseguida otros se atreven a contar que ellos también fueron abusados por esa misma persona. Yo he dado clase en un colegio varios años a cientos de niños. Nunca, ni por asomo, en ningún caso nadie ha visto en mí un comportamiento impropio. Sólo Juan Cuatrecasas.

Un cúmulo de coincidencias desastrosas me han llevado a la situación en la que estoy: una familia que ha hecho de este caso su modo de vivir (el padre de Juan ha visto facilitado su camino hacia el Congreso español gracias a su hábil explotación victimista del caso); un juez de la Audiencia de Bilbao que  me condenó sin pruebas; un psiquiatra exmiembro de ETA que resultó clave en el juicio; un Papa mal asesorado que confía en quien no es digno de confianza (que conste que rezo por él cada día).

Todos los que de algún modo me han apoyado han quedado desacreditados, desde el juez Marchena, que fue el ponente de la sentencia del Tribunal Supremo, hasta el actual arzobispo de Burgos, Mario Iceta. Peor suerte aún han tenido el Opus Dei como institución, el colegio Gaztelueta y Silverio Nieto. A todos ellos, por su integridad y su apoyo les estoy muy agradecido; también al actual obispo de Bilbao, Joseba Segura, quien me recibió y me escuchó con interés durante un larga conversación. Que después llamara a mi madre para mostrar cercanía por su sufrimiento todos estos años es un gesto que todavía recuerdo bien.

EL FUTURO

El 28 de noviembre de 2018 viajé en coche a Bilbao. Ese día me iban a comunicar si ingresaba o no en prisión. No sabía dónde iba a dormir esa noche y las siguientes. Llevaba preparada una bolsa con lo necesario. No sabía si iba a salir de la Audiencia por la puerta principal o por la de atrás, para subir a un furgón policial. Cinco años después tengo una sensación parecida. Estoy ante un proceso jurídico y mediático que no parece acabar nunca. El último capítulo -la reapertura del proceso eclesiástico- supone un claro abuso de poder. Estoy profundamente decepcionado por las arbitrariedades e injusticias que he sufrido.

Desde hace años he tenido que rehacer mi vida profesional. Pasé un par de años buscando trabajo y he acabado en un sector que no es el mío porque me temo que no tendré muchas oportunidades de elegir. Procuro mantenerme al margen de los medios. Mi familia, mis amigos y mis abogados me tienen al tanto de lo imprescindible. A mi familia procuro  protegerla de todo, porque no se merecen que les salpique nada de lo que me ha tocado a mí, aunque no resulta fácil conseguirlo.

Junto a todo este cúmulo de desgracias, decenas de personas me han escrito, me han llamado o me han hecho llegar su apoyo de muchos modos distintos. Aunque mi temperamento es más bien sobrio, reconozco que me he emocionado más pensando en la gente tan buena que he tenido alrededor que en la parte desagradable de todos estos años. Me ha llamado la atención la cantidad tan grande de personas que no me conocen de nada -sólo por los medios de comunicación- pero que me envían su apoyo porque me han visto sufrir injustamente.

Pienso que todo tiene sentido en los planes de Dios. El sufrimiento es un misterio pero, al final, los creyentes sabemos que de los grandes males Dios puede sacar grandes bienes. Yo no veo esos bienes por ningún lado, pero sigo confiando en Él.