Respuesta de Roma que avergonzaría a cualquier jurista


Acabo de leer una comunicación del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica —Tribunal Supremo y Ministerio de justicia de la Iglesia— en la que se trasmite que, aunque mis abogados fueron reconocidos por el Juez, ahora ya no lo son. Tampoco se aceptan las cuatro peticiones que presenté: recusación del juez de esta causa, revocación del decreto de la Sede Apostólica, petición de inhibición de la Sede Apostólica en este proceso y que se nos entregue la investigación previa. Esta comunicación llega tarde y mal.

Llega tarde porque un periodista ya se había puesto en contacto conmigo para comentarla y es que parece que todo lo que ocurre en Roma carece de discreción, se sabe todo antes de que llegue al interesado. Llega mal porque, la comunicación que han recibido mis abogados está dirigida a la “Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei”—en castellano: Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei—, que no es causa ni parte en este proceso. A mí, directamente, no me ha llegado. Sorprendente.

La respuesta me produce tanto perplejidad como desasosiego. Aún más desasosiego al conocer que ha sido redactada por una sección de la Signatura Apostólica de la que forma parte su Excª. Rvª. don Juan José Omella, Cardenal arzobispo de Barcelona, que ha demostrado su parcialidad en el caso. Sé, y varios medios lo han destacado estos años, que desde el año 2015 ha escuchado y amparado a la acusación, a la familia Cuatrecasas. No puedo entender que forme parte de este despropósito, de este procedimiento en que se ha anulado principio de irretroactividad de la ley penal. Me han despojado de un derecho que ni siquiera se le conculca a un criminal de guerra.

Lo que es más grave, se ha anulado este sagrado principio “ad casum”, solo y únicamente en mi caso. No creo que exista ningún abogado ni tribunal en España o en Europa, que se atreviera defender este atropello como justo.

Tengo varias dudas. Quizá la Signatura Apostólica me las pueda aclarar. Supongo que, si se me está aplicando este procedimiento a mí, es porque se va a aplicar, retroactivamente también, a todos los laicos católicos, vivos y muertos, a los que en algún momento alguien haya acusado de hechos similares. ¿Se va a aplicar a todos ellos este modo de proceder? ¿O solo se me aplica a mí “ad casum”, por alguna razón que se me escapa?

No comprendo que la comunicación, llamada decreto, no esté firmada por tres jueces como debería ser lo propio. En los países civilizados los jueces, o quienes toman una decisión sobre los derechos de las personas, firman sus resoluciones, no se ocultan detrás de la simple mención de su cargo.

No comprendo que el Tribunal asevere que el Romano Pontífice no pueda ser recusado —algo que además mis abogados no pedían: solicitaban su inhibición, que se hiciera a un lado en el caso— porque “goza de la potestad ordinaria, suprema, plena, inmediata y universal sobre la Iglesia, la cual ejerce libremente”. Y es que ejercerla libremente no significa ejercerla contra el derecho canónico ni el derecho natural, contra las leyes que se ha dado a sí misma, aplicándolas con carácter retroactivo, poniéndose por encima de esas normas. La potestad puede ser suprema, pero no es absoluta. Todos estamos sujetos a la ley.

No comprendo cómo se puede retorcer tanto la realidad para negar que el delegado encargado de juzgar la causa perdió la imparcialidad al escribirme por carta las siguientes palabras: “Como hermano en la fe, me permito recomendarle con todo respeto que si, por las circunstancias que fuesen, usted hubiera defendido su inocencia de manera incierta, contemple este procedimiento como una oportunidad para reconocer la verdad y pedir perdón al sr. Juan… y a su familia”. No sé cómo su Exc.ª Rma. don José Antonio Satué, obispo de Teruel-Albarracín, delegado de la causa, pudo llegar a esa conclusión.

No comprendo cómo puedo llegar a saber si se dan elementos nuevos que justifiquen reabrir un proceso ya cerrado, si no conozco el contenido de la investigación previa, que no me dejan ver.

No comprendo cómo, en una primera instancia, se acepta a mis abogados, pero se los destituye después.

No comprendo el desmesurado empeño del Cardenal Arzobispo de Barcelona y quizá de otras personas por juzgar por la vía canónica —reservada a sacerdotes y religiosos— a un laico —a uno en particular—, por un delito que, por muy execrable que fuera, ya está juzgado y cerrado en España.

Me enfrento a un proceso sin regulación, en el que la defensa es imposible porque se ha establecido un procedimiento para que, de hecho, no lo sea: se recusa a mis abogados — que llevan muchos años de ejercicio profesional — declarándoles incompetentes para mi defensa después de haberlos aceptado; se me imponte un abogado de oficio ya que, de hecho, no me quedará otro remedio que aceptar el que quieran; se callan cuando se les dice que están aplicando una ley penal con carácter retroactivo, lo que es completamente contrario a todo Derecho Sancionador. Tristemente, todo se disfraza de legalidad pero es autoritarismo e imposición.

Esta impresión de ilegalidad y ensañamiento no solo la tengo yo; me la han manifestado, con mayor o menor indignación, muchas personas tanto del ámbito de las leyes o de la cultura, como personas con simple sentido común, creyentes y no creyentes. Todo esto me lleva a pensar que cualquier jurista quedaría apenado y desconcertado al conocer su falta de rigor e independencia.

Que nadie lo dude. Voy a seguir peleando porque soy inocente, porque estoy siendo juzgado de una manera injusta y muy dolorosa, porque vale la pena, porque no me da la gana que me pisoteen abusando de su posición. Por todo esto, responderemos al documento de la Signatura, e iremos hasta a la Corte Europea de Derechos Humanos si es necesario, porque de lo que estamos hablando aquí es de eso: de los derechos más elementales de cualquier persona.